miércoles, 30 de marzo de 2011

Separación Iglesia – Estado: Una batalla cultural y de poder


por Patricio Echegaray

La forma en que la  alta jerarquía de la Iglesia salió a defender sus espacios de poder en el debate sobre el matrimonio igualitario, buscando presentar al mismo como “la pretensión destructiva del plan de Dios”, no hace más que volver a llamar la atención sobre la necesidad de definir claramente la relación entre la Iglesia y el Estado.
Apostando al “estado de crispación” que denuncia cotidianamente y no pierde oportunidad de provocar, la dirigencia de la Iglesia católica no se resigna a dejar de lado una de sus más antiguas obsesiones, que la moral “occidental y cristiana” mantenga su poder de influencia y extorsión tanto sobre la vida privada de las personas como sobre los designios políticos del país.

Ya desde los tiempos de la colonia, las autoridades religiosas sostuvieron una cosmovisión que igualaba la identidad nacional a la religiosa. Gracias al reconocimiento del catolicismo como pilar de la nacionalidad, la Iglesia gozó del derecho exclusivo de influenciar sobre múltiples aspectos de la vida cotidiana de las personas.
De esta forma, todas las decisiones gubernamentales que tocaran áreas de alta sensibilidad para la Iglesia católica, como aquellas relacionadas con la educación y la moral familiar y reproductiva, pasaron indefectiblemente por el tamiz previo de la opinión de la Iglesia.
Así las cosas, la Iglesia católica se atribuyó el papel de institución “rectora” del funcionamiento y las pautas de comportamiento de la vida social, atribuyéndose la autoridad para regular las bases de las mismas.
Afirmados en su lugar de mayoría, los hombres de la Iglesia han actuado históricamente como si la cultura de la población fuese íntegramente católica, y desde esa posición de poder interpelan a las estructuras del Estado.
Las consecuencias de este accionar están a la vista, ya que si bien nuestra sociedad alcanzó grados muy altos de secularización y más allá de los momentos de conflicto alcanzados con alguno de los gobiernos de turno, la Iglesia nunca resignó su proyecto de mantenerse como parte de las esferas de poder permanente.
Ya lo había planteado Antonio Gramsci: “Para comprender bien la posición de la Iglesia en la sociedad moderna, es necesario comprender que ella está dispuesta a luchar sólo para defender su particular libertad corporativa (de la iglesia como Iglesia, organización eclesiástica), es decir, los privilegios que proclama ligados a la propia esencia divina; para esta defensa la iglesia no excluye ningún medio…” (Antonio Gramsci, El pensamiento social de los católicos)
Persiguiendo estos fines, ha contado en nuestro país con la connivencia, en mayor o menor grado, de la dirigencia política al punto de seguir manteniendo en el artículo 2° de nuestra constitución que: “El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”.
Como resultado de esta situación, la Iglesia católica sigue contando hoy con aportes del Estado bajo la forma de subsidios a sus instituciones educativas, salarios a los máximos dirigentes eclesiásticos, privilegios impositivos, e incluso cesiones inmobiliarias.
Como ejemplo de esto podemos mencionar la ley n° 21.950, que legisla que el Estado le “paga una asignación mensual a arzobispos y obispos que equivale al 80 por ciento del ingreso de un juez nacional de primera instancia y a los obispos auxiliares, se les paga un 70 por ciento”.
Por lo dispuesto en la ley n° 22.950 “se beca a los seminaristas con una suma equivalente a la categoría diez de la administración pública y la ley n° 22.162 establece una asignación equivalente a la categoría 16 a los curas párrocos en zonas de frontera”. También cuentan con jubilaciones graciables, es decir, sin aportes previos, para ciertos curas.
El conjunto de estas disposiciones legales fueron sancionadas bajo los procesos de dictadura cívico-militar en Argentina, los cuales siempre encontraron en la Iglesia la base moral de su legitimación.
Según informa Eduardo Blaustein: “En 2010, el dinero derivado al sostenimiento de la Iglesia se incrementó a 35.868.353 pesos. Pero esa cifra es ínfima si se toman en cuenta el dinero estatal que van a las escuelas confesionales, hasta redondear un monto estimable en bastante más de 2.500 millones de pesos anuales” y resalta que “Todas y cada una de las normas relacionadas con los sueldos clericales nacieron de “acuerdos con la Santa Sede” y de leyes surgidas en tiempos dictatoriales: de la Revolución Libertadora a la dictadura de Onganía y, de allí, al Proceso. Sólo durante la última dictadura fue que se sancionó la Ley 21.540 en 1977 –que fija las asignaciones mensuales vitalicias a arzobispos, obispos y auxiliares eméritos–, además de otras… ¡Siete! leyes que ampliaron el número de curas e instituciones confesionales beneficiadas.”


(Miradas al sur. 18 de julio de 2010)

Sumado al inmenso poder económico que estas prerrogativas otorgan a la institución religiosa, no se puede ignorar la influencia cultural de la Iglesia católica en nuestro país. Esta se manifiesta, por ejemplo, tanto en  la persistencia del Tedeum en las fechas patrias como en naturalidad con la que elementos de la iconografía católica decoran organismos oficiales: crucifijos y vírgenes en los tribunales, en la Casa Rosada, en escuelas públicas y hospitales etc…
Estos datos resultan contundentes a la hora de discutir hasta donde el argentino es un Estado realmente laico, ya que la laicidad supone la nula injerencia de cualquier organización o confesión religiosa en el gobierno del mismo, ya sea en el poder ejecutivo, en el poder legislativo o en el poder judicial, evitando tanto la discriminación por cuestiones religiosas, como el favorecer a una confesión determinada.
En nuestro continente existen ejemplos de esto, basta ver la constitución del Uruguay que plantea claramente en su artículo 5°: Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna”.
Surgen aquí algunas preguntas, ¿Por qué si la Argentina se considera un Estado laico, sostiene económicamente a un credo en particular?, ¿Por qué un estado laico declara una religión oficial?
Seguramente la respuesta a estos interrogantes habrá que buscarla en la persistencia de la institución católica como factor de poder político en el país.
Pero más allá del poder que busca seguir ostentando la Iglesia católica, a nivel institucional en Argentina, su influencia en la sociedad se ha ido debilitando con el correr del tiempo, los rígidos valores que la institución pregona desde sus sectores más arcaicos, se han ido diluyendo a medida que la secularización avanzó en la sociedad.
En este proceso, nuestra sociedad ha librado numerosas batallas culturales que han significado importantes traspiés para la omnipotencia ideológica y cultural de la Iglesia.
La más reciente fue la librada por el matrimonio igualitario, en donde se vio como la máxima jerarquía oficial de la Iglesia, conjuntamente con algunas estructuras internas en las cuales se concentra la derecha eclesiástica como el Opus Dei, en coordinación con la derecha civil, utilizaron todos los medios a su alcance para oponerse llegando incluso a darle el carácter de “guerra santa” y de enfrentamiento entre “dios y el diablo” a la confrontación.
Esto no hizo más que recordarnos la postura de la iglesia oficial en confrontaciones anteriores como fue la librada por la ley de divorcio y, más lejanas en el tiempo, la lucha por la laica o libre en el campo educativo y la implantación del matrimonio civil.
Aún quedan cuestiones pendientes que por su compleja imbricación en la sociedad constituirán escenarios de ardua disputa como por ejemplo el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo y la despenalización del aborto.
En estas confrontaciones, en estos intentos de confundir los límites entre los intereses de la Iglesia y el Estado, resulta claro que la Iglesia argentina más que valores religiosos defiende espacios de poder.
Para reafirmar esto, podemos citar a una fuente a la cual, dificultosamente alguien podría endilgarle un sentimiento anticlerical.
En diciembre de 2008, durante una visita a la Embajada Italiana en el Vaticano, el Papa Benedicto XVI declaró: “La Iglesia no sólo reconoce y respeta la distinción y autonomía del Estado respecto de ella, sino que se alegra como de un gran progreso de la humanidad” y agregó que la separación y autonomía supone para la Iglesia: “una condición fundamental de su propia libertad y el cumplimiento de su misión universal de salvación entre los pueblos”. (www.zenit.org/article-29526)
Hasta el Papa Benedicto, que claramente no representa a los sectores avanzados de la Iglesia, debe tomar nota de los tiempos que corren.
En las disputas por espacios de poder encontramos las razones fundamentales de la “crispación” de la jerarquía católica en el país y su insistencia en mantener difusos los límites entre Estado e Iglesia.
Para la izquierda, esta disputa cultural y de poder no resulta un dato menor en la construcción del proyecto emancipador y en la búsqueda de la segunda y definitiva independencia de nuestros pueblos.
Debemos intervenir en la misma con la fuerza de nuestras convicciones, dejando de lado tanto el silencio defensivo ante estos temas como el consignismo anticlerical que interpela a la Iglesia como un todo monolítico.
No son pocos en nuestro continente los casos de sectores o integrantes de la Iglesia que se comprometieron con las causas populares y los procesos revolucionarios y que, enfrentando muchas veces el ataque de la propia institución, como en el caso de Camilo Torres, Romero, Mujica, Angeleli y muchos otros que ofrendaron sus vidas por estas causas. 
Fortalecer los puentes con estos sectores, con todos aquellos que cotidianamente rescatan de la religión su capacidad de conmoverse y de actuar frente a la miseria, las desigualdades y la violencia del sistema, es una de las principales tareas que debe asumir la izquierda en esta batalla.
Como bien planteó Rubén Dri:    
“¿De qué hablamos cuando planteamos la total separación de la Iglesia del
Estado? Justamente de todo esto. No sólo de no seguir solventando
económicamente a la Iglesia y a sus instituciones, que en muchos casos
promueven la intolerancia hacia quienes no pensamos igual. La no injerencia
no debe ser sólo en las políticas estatales de salud reproductiva y
despenalización del aborto, sino también en políticas educativas y
sociales. ¿Hasta cuándo tendremos que seguir soportando las presiones de la
jerarquía católica para que las políticas del Estado estén de acuerdo con su
doctrina? ¿Hasta cuándo querrán imponer su retrógrada argumentación sobre
que sólo la fidelidad o la castidad son las únicas herramientas posibles
para luchar contra el VIH-SIDA? ¿Hasta cuándo vamos a tener que recibir
dictados morales sobre sexualidad, de personas que en el mejor de los casos
son castos y en el peor, abusadores? ¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar
que miles de personas se contagien enfermedades de transmisión sexual por
los mensajes falsos que transmite esa institución? ¿Hasta cuando miles de
mujeres, adolescentes y aún niñas van a tener que afrontar embarazos no
deseados por no haber recibido educación sexual, a causa de la presión de la
Iglesia?” (Rubén Dri: ¿Cuánto le cuesta al Estado Argentino sostener a la Iglesia Católica?).

Que los intereses de la Iglesia y el Estado deben correr por carriles diferentes es algo ya asumido por la mayoría de la sociedad, se trata seguir librando esta batalla cultural y de poder por la total separación de la Iglesia del Estado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario